En almoneda o subasta celebrada en la villa, de la riquísima colección de tapices que decoraban el palacio, la mayor parte pasaron a manos de altos cargos de la corona: los objetos de oro y plata a la esposa del contador mayor y tenente de la fortaleza Juan Velázquez para enriquecer el propio palacio, destacando entre éstos “un joyel de oro con esmaltes y rubíes, una sortija de oro con rubíes y una crucecita de oro con cuatro rubíes y un diamante”. También abundaban en la almoneda las ricas telas como sedas y morados carmesíes, tafetanes verdes o camisas moriscas, exquisitos perfumes de uso personal, así como su interesante biblioteca de unos 400 títulos, numerosa e importante para su época, de temas preferentemente religiosos. De ella destacaba como ejemplar extraordinario el famoso misal breviario, “de mano, en pergamino, en letra menuda, con muchas iluminaciones ricas, que tiene las coberturas de oro de martillo, y por el envés la devisa de las frechas, et todas labradas de sincel, con 219 perlas medianas…”. Por desgracia hoy día nada queda de esa y otras tantas bibliotecas y pertenencias.
El ducado de Arévalo y la Corona castellana
La primera etapa política convulsa para la antigua villa de Arévalo llega durante el otoño de 1469. En ese momento, el rey Enrique IV da en merced la población a Álvaro de Zúñiga, II conde de Plasencia, en compensación por haber regresado a la obediencia tras el conflicto con el infante Alfonso en el que los Zúñiga y otros personajes fuertes de Castilla reconocieron al joven hermano de Isabel como sucesor legítimo en perjuicio de los derechos de Juana “la Beltraneja”. Enrique pretendía con este movimiento desarticular lo pactado en los Toros de Guisando, añadiendo a Álvaro de Zúñiga y su esposa un importante enclave a su mayorazgo.
La tradición de Arévalo como villa de realengo había quedado rota los años inmediatos en que el infante Alfonso había empeñado Arévalo para hacer frente al conflicto y atraer personajes a su parte. Tras la muerte de este, Álvaro de Zúñiga seguía manteniendo influencia en el territorio como se demostró cuando el alcaide de la fortaleza de Arévalo y criado del conde, Álvaro de Bracamonte, expulsó a los oficiales de Isabel, siendo estos amenazados con represalias. La situación en 1469 obligó a Isabel a intentar recuperar la villa para su madre sin éxito alguno. Arévalo se situaba en un emplazamiento privilegiado en el centro del reino, rodeado por las principales ciudades del sur del Duero y, como aspecto añadido, sus rentas eran bastante ricas aunque menores en comparación a las de Trujillo, villa que Álvaro de Zúñiga ansiaba.
El 7 de noviembre de 1469 ante las puertas del arrabal, el procurador del conde de Plasencia, Francisco de Chaves, obtenía las llaves de las puertas de la villa de manos de Álvaro de Bracamonte. Se desconoce la mayor parte de los hechos ocurridos durante los 11 años de tenencia de Arévalo en manos del duque y su esposa Leonor de Pimentel. A pesar de ellos nos ha quedado constancia de los diferentes “crímenes y excesos, delictos e robos e quemas e muertes” en el momento de la llegada a Arévalo con sus hombres. Testimonios posteriores al regreso de Arévalo a la Corona Real nos dan detalles sobre la fiscalidad abusiva que sus vecinos soportaron por los gastos militares de la importante hueste que los duques mantuvieron con 34 caballeros a sueldo, 47 lanceros, 25 peones, 10 espingarderos y 4 personas dedicadas a guardar las principales puertas de acceso. Todo ello suponía en torno al millón de maravedíes de la época. Durante todo aquel periodo los vecinos de la villa se vieron obligados a continuas velas y rondas de vigilancia dada la guerra entre Juana la Beltraneja e Isabel I desde que esta última se había proclamado reina en Segovia. En estos años se levanta el castillo original de Arévalo sobre la puerta norte de acceso al recinto amurallado que aún hoy es visible en el interior de la torre del homenaje. De aquella fortaleza inicial poco resta hoy más allá de la comentada torre, ya que posteriormente Fernando el Católico la remodelaría entre los años 1504 a 1517, ya muerta la reina Isabel.
El cambio de los acontecimientos políticos, en los que Arévalo había jugado un papel fundamental como punto de apoyo y acoso de las tropas portuguesas de Alfonso V en la defensa de los derechos de Juana, vio su término al cerrarse la década. Las capitulaciones se firmaron el julio de 1480 por medio del representante de los duques Diego de Hontiveros: se definió la entrega de la villa a la reina madre Isabel de Portugal en un plazo de 11 días, respetando los nombramientos de oficiales del concejo que habían sido nombrados a lo largo de los 11 años. El perdón general dado a los abusos por parte de los Reyes Católicos se ejemplificó también desde el cabildo de la villa, al firmarse en el monasterio de la Trinidad otro perdón por los daños ocasionados. El 30 de julio Isabel de Portugal daba carta de poder al licenciado Gutierre Velázquez de Cuéllar para tomar Arévalo en su nombre.
Siempre que sus obligaciones reales se lo permitieron, la reina Isabel la Católica llegaba a la villa de Arévalo para ver a su madre. Entre esas idas y venidas hay que destacar la visita ocurrida el 23 de junio de 1494 cuando los Reyes y sus hijos visitan a la reina madre, permaneciendo hasta el 4 de julio: durante la estancia se iniciaron las capitulaciones para la boda de la princesa Juana con Felipe El Hermoso, celebrándose como era habitual fiestas de toros. La última visita que conocemos de los Reyes Católicos a nuestra villa para visitar a la madre de la reina ocurre entre el 27 de mayo y el 3 de junio de 1495. El 15 de agosto de 1496 moría Isabel de Portugal en Arévalo, siendo depositados sus restos en el monasterio de San Francisco de la Observancia junto a las tumbas de su madre Isabel de Barcelos y su hijo Alfonso, desde donde 8 años después, en 1504, partiría hacia su sepultura definitiva en la Cartuja de Miraflores de Burgos.
Una larga y penosa enfermedad debilitan poco a poco a la Reina, postrada en el lecho de su Palacio Real de Medina del Campo. Redactó su testamento el 12 de octubre de 1504, redactándose el codicilo el 23 de noviembre. Tres días después, el 26 de noviembre, murió la Reina entre grandes manifestaciones de dolor en todo su reino. Según su deseo, el cuerpo sería trasladado a Granada donde había dispuesto ser sepultada. Prelados y humildes curas de pueblo, caballeros y pueblo llano, acompañaron al féretro, llevado por sus súbditos. A su paso por ciudades y pueblos salían infinidad de gentes para despedirla y llorarla, desde Medina a Arévalo, Cardeñosa, Cebreros, Toledo… para finalmente llegar a Granada.