Los Trastámara y Arévalo en el siglo XV

Fue durante los primeros años del reinado de Enrique II (1369-1379), cuando el concejo de Arévalo y su tierra levantaron el palacio real de la villa. Fue construido en la plaza del Real, junto a la iglesia de San Juan. Tiempo después, durante el reinado del rey Juan II de Castilla, las casas reales son reformadas y ampliadas, y es entonces cuando también comienzan las décadas más notables de su historia. Tras la boda del monarca castellano en 1420, hace donación del señorío de Arévalo y Madrigal que había recibido de su madre a su primera esposa María de Aragón. De esta unión llegaría el primer hijo que llegaría más tarde al trono con el nombre de Enrique IV en 1454.

Tras el fallecimiento de la reina, se casó en segundas nupcias con Isabel de Portugal en 1447 en la villa de Madrigal. En esta villa perteneciente a la tierra y jurisdicción de la villa de Arévalo nacería su hija Isabel el 22 de abril de 1451. Es ahora cuando la villa es donada a la nueva reina. De este matrimonio también nació el príncipe Alfonso en la ciudad de Toro, que según disponía el testamento del rey, recibiría nuestra villa a la muerte de su madre.

Juan II murió en Valladolid el 21 de julio de 1454. En su testamento destacan las cláusulas relativas a la educación, dotación y conducción a la Corte de sus dos últimos hijos: “Mando que la dicha Reyna, mi muger, sea tutriz y administrador de los dichos infantes don Alfonso y doña Isabel, mis hijos e suyos, e de sus bienes, fasta tanto que dicho infante sea de edad complida de catorce años, e la dicha infante de doce años, e que los rija e administre con acuerdo e consejo de los dichos obispo de Cuenca e prior fray Gonzalo, mis confesores e del mi Consejo”, “e quiero e mando que los dichos infantes mis fijos se críen en aquel lugar o logares que ordenare la dicha Reyna mi muy cara e muy amada mujer”.

Aunque la Reina viuda tenía el señorío de la ciudad de Cuenca y las villas de Arévalo y Madrigal, en el testamento confirma y destaca expresamente la posesión de la villa de Arévalo, la mejor situada y guarnecida del reino. Con ocasión de las honras fúnebres por la muerte del rey Juan II y la proclamación del rey Enrique IV, se celebró en la iglesia de San Martín el 28 de julio de 1454 la ceremonia denominada de “llantos y alegrías” que las crónicas refieren así: “Era día de domingo y los justicias, regidores y escribanos, caballeros, hijosdalgo y plebeyos, todos juntos e judíos y moros, después de quebrar los escudos del rey fallecido, tornaron a la plaza de San Martín haciendo gran llanto antes de que entrasen en la iglesia, quebrando el cuarto escudo sobre unas piedras redondas; y todos así juntos se entraron en la iglesia y así salieron de la dicha iglesia por la puerta que llaman de los cristianos y cabalgaron los caballeros en sus caballos y la gente de la villa, e moros y judíos haciendo todos muchos momos” .

En Arévalo vive durante más de treinta años la reina viuda Isabel de Portugal de la casa de Avís, enferma desde la muerte de su marido, cuidada por su madre Isabel de Barcelos, de la Casa de Braganza, y acompañada por sus hijos Isabel y Alfonso. De su abuela recibieron en el palacio arevalense una esmerada y extraordinaria educación hasta el año 1461. A mediados de 1465 Isabel de Barcelos fallece y es enterrada en el Monasterio de San Francisco de la Observancia.

Durante su educación en el palacio arevalense de la Plaza de El Real tuvo momentos de gozo juegos con otros niños educados en la Corte, principalmente con su mejor amiga y confidente Beatriz de Bobadilla, hija del entonces alcaide del castillo. Es de destacar su formación religiosa, tanto en el ambiente que reinaba en su palacio, como en los frecuentes contactos con los conventos y monasterios de la villa, en especial, su relación con el de franciscanos. Fue durante su niñez y en las frecuentes visitas a nuestra villa, cuando Isabel demuestra mucha devoción a la virgen en su advocación de Nuestra Señora de las Angustias, patrona de Arévalo y su Tierra desde tiempo inmemorial, entonces venerada en su capilla del monasterio de la Trinidad. Esta devoción se propagará luego por Andalucía durante la reconquista y como caso especial, al entronizarla en la ciudad de Granada de la que, desde entonces, también es su muy venerada Patrona.

Durante el reinado de Enrique IV se deteriora gravemente el gobierno y pronto se plantean problemas de sucesión que desencadenan una guerra civil entre partidarios del propio rey y del infante Alfonso, su hermanastro. El conflicto se agrava y culmina con el destronamiento simbólico del 6 de junio de 1465 de Enrique IV y la proclamación como rey de Alfonso en la denominada “Farsa de Ávila”. Este mismo año, Juan Pacheco, Marqués de Villena, se apoderó de Arévalo y los leales a Enrique IV intentan su recuperación infructuosamente “el último consejo del Arzobispo de Toledo, había sido el ataque a Arévalo, principal punto de apoyo del Marqués de Villena al norte de los puertos”.

Nuestra villa, durante ese efímero doble reinado, fue el centro de operaciones y protagonista de todos los actos que el rey Alfonso XII realizara, pues se consideraba protegido no solamente por las fuertes defensas de la villa, sino por los propios arevalenses, gran número de nobles y al amparo de su madre.

La Corte del joven rey, fijada en Arévalo, estaba compuesta por más de doscientas personas a su servicio. Era una Corte de poetas como la de su padre, destacando Jorge Manrique, y de buenos consejeros. En el desaparecido palacio se celebraron fiestas literarias como la ocurrida el 14 de noviembre de 1467 con motivo de cumplir el rey los catorce años. Durante este acontecimiento fueron leídos por jóvenes cortesanas, entre las que se encontraba su hermana, la infanta Isabel, fados a modo de cancioncillas, compuestas por Gómez Manrique, en aquel momento corregidor de Ávila.

Arévalo debe al breve rey Alfonso de Ávila, la concesión en 1468 de un importante documento a la villa de Arévalo consistente por un lado en la exención de impuestos a los cristianos, judíos y mudéjares y la concesión de dos ferias francas, como a otras villas del reino, que servían para reactivar la economía y el comercio, a celebrar durante veinte días a fines de primavera y verano, estipulándose como dato curioso, que la de primavera se celebrara ante las puertas del palacio de la reina Isabel de Portugal, su madre.

Jorge Manrique, el autor de las “Coplas a la muerte de su padre” compuso unos versos que reflejan fielmente lo que Alfonso de Ávila pudo ser: “más como fuese mortal, metiólo la muerte luego en su fragua ¡Oh juicio divinal! cuando más ardía el fuego, echaste agua”. El Obispo de Coria se encargó de trasladar por última vez el cuerpo de Alfonso hasta el monasterio extramuros de San Francisco de la Observancia, junto a la tumba de su abuela Isabel de Barcelos.

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